En el artículo anterior ya he subrayado como la mente se aferra a su sistema de creencias, cerrándose sobre sí misma y perpetuando el autoengaño. Intenta permanentemente que la realidad se adecue a sus pensamientos por irracionales que estos sean.
Pero ¿a qué se debe esta dificultad cognitivo-mental para generar cualquier tipo de cambio?
Vamos a precisar algunos puntos:
El cerebro emocional
Al igual que ocurre en las excavaciones arqueológicas, también en la anatomía y fisiología (modo de funcionar) del cerebro humano, se observa una evolución por capas estratificadas. Las estructuras profundas del cerebro son idénticas a las de los simios, y algunas, todavía más profundas, son iguales a las de los reptiles. Estas estructuras, constituyen lo que a finales del siglo XX, el famoso neurólogo Antonio Damasio, denomino cerebro emocional; conectado al cuerpo, inconsciente y diseñado para lograr el equilibrio dinámico que nos mantiene con vida. Es el centro de control y equilibrio fisiológico de todo el organismo.
Así pues, desde el punto de vista biológico, poseemos unos mecanismos de autorregulación interna, que nos permiten permanecer estables frente al cambio del entorno,– la regulación de la temperatura y el equilibrio entre nuestra acidez y alcalinidad, son un buen ejemplo de ello–. Poseemos la capacidad de retroalimentarnos permanentemente – feedback –, con la información que nos llega del entorno y así corregirnos para poder permanecer estables.
El cerebro emocional vela por nosotros, dándonos una protección estable y continua, permitiendo la adaptación y el cambio. Parece, que en términos numéricos, el cerebro emocional lleva perfeccionándose alrededor de 4000 millones de años. En palabras de Darwin : «estamos condenados a vivir – en el interior de nuestro cerebro– con el de los animales que nos han precedido en la evolución».
El cerebro cognitivo
Las estructuras de la evolución más reciente del cerebro– unos 3 millones de años – constituyen el Neocórtex o corteza cerebral nueva, que da al cerebro su apariencia tan característica y que envuelve al cerebro emocional. En el hombre, la parte del neocórtex que se halla tras la frente, por encima de los ojos (corteza anterior) está especialmente desarrollada. Por esta razón, la frente abombada nos distingue claramente del rostro de nuestros antepasados más recientes: los grandes simios.
El cerebro cognitivo controla el lenguaje, la cognición y el razonamiento. Es consciente, racional y volcado al mundo exterior.
Mientras que el tamaño del cerebro emocional es casi el mismo de una especie a otra (teniendo en cuenta, las diferencias de tamaño), el cortex anterior presenta en el hombre una proporción mucho mayor del cerebro que en los demás animales.
Pero en el campo de la cognición, desgraciadamente las cosas no son tan automáticas como en nuestro cerebro emocional. Sabemos que procesamos la información a través de la percepción, que a su vez está mediatizada y distorsionada por el sistema de creencias de cada uno. Por lo tanto, carecemos de un termostato interno automático y fiable – feedback cognitivo – que nos alerte sobre la irracionalidad de nuestros pensamientos, y sus posibles daños colaterales.
Si no nos podemos fiar de nuestro feedback cognitivo al estar distorsionado por nuestras creencias. Entonces: ¿como sé si estoy procesando la información que percibo, de una forma correcta o distorsionada?
En el artículo anterior, ya hablé de la sana costumbre de «dudar metódicamente» de nuestra forma de pensar, como una forma de acercarnos a la racionalidad y al cambio.
La buena noticia, es que hay una manera posible – pero no fácil – de generar un feedback cognitivo capaz de transformar nuestras creencias limitantes. Solo lo conseguiremos si somos capaces de lograr la metacognición o capacidad de «pensar sobre lo que pensamos«.
La metacognición
Como he dicho más arriba, los seres humanos disponemos de un área de la corteza cerebral, situada en la parte anterior del cerebro que constituye el lóbulo frontal. Es la parte más nueva, evolucionada y adaptable del cerebro. Es quien controla – entre otros aspectos – la atención, la observación, la concienciación y la concentración. Es el encargado de estudiar las diferentes posibilidades, tomar decisiones y controlar las conductas emocionales e impulsivas. Todo lo que aprendemos lo hacemos en gran parte gracias a nuestro lóbulo frontal.
Como nota al margen, os diré, que muchas personas que abusan de las drogas, llega un momento en que se les desactiva el lóbulo frontal – «rayándose o colgándose«– con sus terribles consecuencias. Volver a ponerlo operativo lleva mucho tiempo y esfuerzo. Si hablamos en términos de recuperación metabólica, el ritmo de recuperación del cerebro es de 2 gramos diarios. Si el peso medio de un cerebro humano es de 1500 gramos, necesitaremos 2 años aproximadamente para recuperarlo.
Quizá la función más importante del lóbulo frontal sea la metacognición o capacidad de poder observar los propios pensamientos, pudiendo pensar sobre lo que pensamos. Esta capacidad introspectiva nos permite analizar y diseñar un plan para cambiar nuestra conducta y el malestar asociado a ella.
Imaginemos el ejemplo de una persona, que en sus relaciones afectivas, siempre la acaban abandonando sus parejas. Lo más probable es que haya algo en él o ella, que de alguna manera provoca lo que le sucede. Sin embargo, esa persona puede valerse de múltiples excusas fundamentadas en creencias limitantes o esquemas de incapacidad, que le permitan justificar el porqué de los abandonos: es que tengo mala suerte eligiendo a las personas, no me saben apreciar, soy demasiado bueno/a, son egoístas, tienen poca paciencia, etc. Serán finalmente los hechos analizados – gracias a su metacognición – los que muestren de manera irrefutable lo absurdo de sus creencias y le ayuden a iniciar el camino del cambio.
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